La ofensiva desde el poder en contra de la libertad de expresión
“No hay barrera, cerradura ni cerrojo
que puedas imponer a la libertad de mi mente”
Virginia Woolf
En México, ejercer el periodismo o emitir una opinión crítica puede convertirse hoy en día en un acto de valentía. Vivimos un momento histórico donde las amenazas a la libertad de expresión provienen cada vez más del aparato del Estado. Desde agresiones físicas hasta estrategias legales y discursos de estigmatización, los ataques se multiplican y consolidan un entorno hostil que busca callar la disidencia. Según Reporteros Sin Fronteras (RSF), entre enero y julio de 2025 fueron asesinados nueve periodistas en México, lo que equivale a casi dos por mes. La mayoría trabajaban en medios locales o comunitarios y cubrían temas como crimen organizado, corrupción y desapariciones. A pesar de los mecanismos oficiales de protección, la impunidad es la regla. México se mantiene como el país más peligroso de América Latina para ejercer el periodismo
Por otro lado, la llamada “violencia política de género” se ha convertido en un arma judicial para silenciar críticas. Casos como los de la actriz Laisha Wilkins y la ciudadana Karla Estrella —sancionadas por tuitear comentarios críticos hacia candidatas vinculadas a Morena— muestran cómo esta figura, mal aplicada, está siendo usada para sancionar voces incómodas. En Puebla, el Congreso estatal aprobó una ley de ciberseguridad que penaliza con hasta de tres años de cárcel cualquier expresión considerada como “insulto o agravio” en redes sociales. En Michoacán y Veracruz también se han visto leyes similares o iniciativas que criminalizan la difusión de información sensible o crítica hacia autoridades. Uno de los mecanismos más insidiosos es la censura indirecta: el uso arbitrario de la publicidad oficial para premiar medios afines y castigar a los críticos. Reportes de Artículo 19, WAN‑IFRA y Fundar revelan que esta práctica vulnera seriamente el pluralismo y la independencia informativa en la prensa mexicana. Al condicionar el apoyo económico, el poder instrumentaliza los presupuestos para moldear agendas editoriales a su conveniencia. Este fenómeno se agrava con la desaparición de los canales televisivos y radiales de comentaristas críticos que fueron “invitados” a irse a otros lados.
A nivel federal, las mañaneras oficialistas se han convertido en uno de los foros preferidos para atacar a periodistas. Términos como “prensa fifí”, “hampa del periodismo” o “doble cara” se replican en un discurso que deslegitima a la crítica y margina a los medios independientes. Estas formas de comunicarse están consolidando un escenario de confrontación y miedo, donde el periodista es presentado como adversario del Estado, no como actor democrático. Casos documentados revelan la adquisición y uso de tecnologías de vigilancia por parte del Estado. En 2019, gobiernos federales compraron Pegasus y se utilizaron estas herramientas contra periodistas y defensores de derechos humanos como activistas que investigaban abusos miAdemás, la desaparición del INAI y la concentración de poder regulatorio en organismos adscritos al Ejecutivo han debilitado las capacidades ciudadanas para exigir transparencia y acceso a información pública. Reformas recientes, por ejemplo, a la Ley de Telecomunicaciones, consolidan esa concentración, permitiendo bloqueos digitales discrecionales sin supervisión judicial.
¿Resistir o rendirse ante el silencio impuesto? Este conjunto de tácticas —violencia física, acoso legal, presión económica, estigmatización discursiva y espionaje digital— no es un fenómeno aislado, sino un ataque coordinado que mina la democracia desde sus cimientos. El silencio no está siendo impuesto solo por las armas, también por la ley y los discursos oficiales. La respuesta debe construirse desde múltiples frentes: fortalecimiento institucional independiente, reforma legal pro-transparencia, protección efectiva a periodistas, regulación transparente de la publicidad oficial y mecanismos judiciales autónomos que impidan la censura digital. El riesgo más grave no es que se encierre una voz hoy, sino que se convierta el silencio en norma mañana.
Si el poder logra disciplinar a quienes informan y opinan, el daño será irreversible: el derecho a saber se deteriora, la corrupción crece sin supervisión y la población pierde herramientas para decidir. Y entonces, sin medios libres, sin pluralidad y sin Verdad, la democracia se extingue. Este poder solo lo podremos frenar si los partidos políticos opositores y la ciudadanía en general lo entendemos, lo hacemos propio y nos organizamos para hacerle frente. Pongámonos las pilas de la Resistencia antes de que sea demasiado tarde.